Hace un par de días se
comentaba la noticia de que China iba a obligar por ley
a prestar atención a los padres y madres ancianos. A mí no me pareció una mala
idea y recordé este cuento que escribí hace muchísimos años... creo que tenía
unos diecisiete o dieciocho años.
El asilo
Publicado por primera vez en el periódico “El Español en Australia”,
1994.
Pintura de John Lautermilch
El asilo
Al
entrar sentí un frío intenso, las paredes emitían un olor agrio de humedad y
abandono. Paredes viejas, cansadas de ver decrepitud y soledad; era un hogar de
ancianos pobres en un rincón antiguo de una ciudad latinoamericana.
Cuando abrí la puerta me saludó un largo pasillo de baldosas grises. Comencé a caminar con paso tembloroso, con
miedo de abrir la gran puerta de madera que se extendía enfrente de mis ojos
adolescentes. Miedo de ver a aquellos ancianos que sólo parecían esperar a que
llegara su hora. Me aterraba la idea, el sólo pensamiento que yo también
llegaría a ser como ellos, sola, sin ningún familiar alrededor mío.
Abrí la
puerta lentamente y me encontré dentro de una habitación. Ante mi vista se
extendían dos largas hileras de camas blancas y muchas ancianas. Algunas me
miraron con asombro, otras con una sonrisa arrugada; otras ni se percataron de
mi presencia; ausentes, con los ojos fijos quién sabe en qué lugar.
Repentinamente
sentí que una viejecita me llamaba y me invitaba a conversar con ella. Me
acerqué tímidamente y me guió hacia un pequeño jardín al final de la sala. No
sabía que decir bajo su mirada. Ella seguía mis movimientos con unos ojos
pequeñitos y húmedos que se hundían en su piel rugosa, una piel que seguramente
años atrás era suave y tersa.
Después
de unos minutos se levantó del asiento y entró en la habitación. A los pocos
minutos volvió con una pequeña bolsita de crochet. Se sentó con dificultad y
extrajo un sobre que me extendió con manos temblorosas. Abrí el sobre y saqué
una fotografía amarillenta. La anciana, con los ojos húmedos y brillantes
observó la fotografía. Después, con una mano áspera y temblorosa, me señaló a
la joven que salía en el retrato y habló con una voz baja y gentil:
"Esta
era yo muchos años atrás, cuando tenía tu edad, cuando tenía sueños, amigos,
familia. Todo. Lo tenía todo y ahora no tengo nada, sólo recuerdos y
fotografías descoloridas..." No supe qué decir, sólo atiné a tomarle la
mano y la miré a los ojos; aquellas pupilas fatigadas que me miraban con
tristeza y con sabiduría.
Se
acercaba el mediodía y más ancianas desfilaron enfrente de nosotras de camino
al comedor. Algunas caminaban apoyándose en bastones o muletas, otras
permanecían inmóviles en sus camas, mudas, con la mirada perdida en los
recuerdos. Otras caminaban lentamente arrastrando los pies, pasos cansados de
tanto andar por la vida. Nadie hablaba; una anciana alta tosía ronca y
brevemente al compás de cada paso.
La anciana de la fotografía se levantó con su cuerpo
encorvado, como si le pesaran los años que la habían ido dejando atrás. Me miró
tiernamente y sonrió acentuando más sus notorias arrugas. Hasta luego me
dijo, pero antes de que me vaya, un
consejo:
"Cásate
y ten muchos hijos y nietos, para que no termines sola abandonada en uno de
estos lugares.." Dejando la foto en mis manos se alejó de mí lentamente.
Tomé la fotografía y la guardé furtivamente en mi bolso, me levanté del asiento
y salí de aquel lugar como si llevara un gran tesoro. Adiós abuelita, pensé
para mis adentros, sintiendo un gran peso de culpabilidad por haberla
abandonado a su suerte en tan triste hogar.
Pintura de John Lautermilch